Al día siguiente de cumplir setenta años, con la edad bíblica a cuestas, Ernst Jünger da comienzo un diario que la editorial Tusquets publicó bajo el título Pasados los setenta (traducido por Andrés Sánchez Pascual) y que arranca el 30 de marzo de 1965 con un paseo por Wilflingen, localidad donde el pensador alemán vivía emboscado con su esposa Liselotte, a la que cariñosamente llamaba Taurita por haber nacido bajo el signo de Tauro. Resulta curioso comprobar cómo el pensamiento de Jünger combina la mitología con el análisis científico. La lectura de sus diarios nos lleva a alcanzar ese punto tan difícil que se encuentra entre dos mundos, aparentemente opuestos, pero complementarios el uno del otro. De esta forma, Jünger nos sorprende con su precisión y sensibilidad a la hora de captar las señales del entorno. Por ejemplo, en este primer paseo con el que abre el diario, Jünger se encuentra con una lagartija. La sorprende en una de las rocas de la colina donde se alza el “Castillo del Tesoro”. Se trata de una imagen real que, gracias a sus dotes interpretativas, Jünger traslada hasta una dimensión ficticia, rematando con la descripción de la piel del reptil “parda con rayas verdes”. Acto seguido, Jünger se pregunta si no sería la primera salida primaveral de la lagartija; parecía amodorrada, como si todavía mantuviese restos de su sueño invernal. Jünger se acerca hasta ella con sumo cuidado y la acaricia. Más informaciónHay un sentimiento de resurrección en la primavera, nos viene a decir Jünger; un sentimiento que realza “la existencia vital”. Hibernar, para Jünger, era lo más parecido a “disfrutar del tiempo estirado hasta el límite de la percepción”. Con una sintaxis precisa a la altura de Borges o Canetti – por poner dos ejemplos supremos- Jünger se deja acompañar desde su residencia alemana hasta el Extremo Oriente en un viaje que dura cinco meses. Llevado por la curiosidad, descubre especies botánicas como la Ravenala, denominada palma del viajero, que abre sus hojas como un abanico y cuyas copas sobresalen de los muros de los jardines de Singapur. En otra de sus entradas, Jünger nos ilustra acerca de los animales de sangre caliente, con más facilidad para morir que los de sangre fría, ya que, según cuenta, han de mantener la temperatura dentro de unos límites reducidos. El exceso trae la fiebre y el defecto la congelación, y es aquí donde Jünger señala los aparatos de aire acondicionado como una “provocación cósmica”. Para aclarar las cosas, Jünger nos remite a los principios del mundo cuando “las criaturas vivían dentro de Gea como en un seno materno” implicándose en el calor de los pantanos o del mar. Cuando se produjo el enfriamiento -sigue contando Jünger- los organismos que sobrevivieron lo hicieron gracias a su adaptación, consiguiendo un nuevo equilibrio con el medio. Por eso, en las aguas frías sobreviven animales de sangre caliente como las focas, llevando su existencia a la forma regresiva de los peces que, “para no helarse de frío, se han revestido de abrigo”. Con estas incursiones en la naturaleza, Jünger nos lleva de la curiosidad al conocimiento en un viaje irrepetible. Sus diarios, y en especial este tomo del que hablamos aquí, son toda una declaración científica; un ejemplo de cómo se transita por un camino donde la predicción y la sorpresa se van a ir alternando hasta alcanzar la sabiduría.

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