En los soportales cercanos a la plaza de la Catedral Metropolitana de Buenos Aires, vecinos a la Casa Rosada donde hoy no había rastro de Javier Milei, dormían al menos una docena de personas. Esos sintecho que también están presentes en las calles del acomodado barrio de Recoleta, al menos uno en cada manzana, que aquí llaman cuadra. Mientras, a un puñado de metros, dos grupos de personas muy sonrientes se dirigían a los presentes. Unos con una caja de cartón convertida en urna para recoger limosna; otros, vestidos con casulla ligera de lino, de color blanco roto, repartían la comunión. Y en medio, el mogollón, el lío, que diría Bergoglio. “Una vez que mandamos a los que mandan a Roma, lo de mañana será ‘muy Francisco”, me habían advertido la noche anterior. Visto lo visto, la mujer que me lo dijo y quien escribe entendimos lo mismo. Las eucaristías se parecen mucho a los conciertos, por aquello de que a los asistentes se les presupone siempre afición por el que toca. Lo que hoy poblaba la plaza eran seguidores de todo tipo, el caos calmo que se le supone a un buen paisaje, la flora y fauna que casi cualquier comunidad numerosa. Familias exquisitas con carritos de bebé, emocionadas perdidas y que destilaban olor a perfume del bueno. Y al lado, los del descarte, los nadie. Unos con termos repletos de pegatinas de Jesucristo, Francisco, crucifijos y vírgenes varias que al final confluyen todas en la misma. Otros con folleto enorme en cuyo titular podía verse: “Por qué hay que leer Fratelli tutti”. Olía a mate y a ostia consagrada, tan compatibles hoy como Francisco y Maradona, presentes en la pintada de un kiosco cercano, ambos jugando al fútbol con la camiseta del San Lorenzo el primero y la albiceleste el segundo. Muchos de los asistentes en el césped y en el asfalto acudieron con bandera. La de Argentina, la mitad y mitad argentina y vaticana. La del arcoíris, la de la asociación de turno, la del barrio, también peronistas. Ropa deportiva y aplausos, fenotipos variados, ricos y pobres. Unos comprando agua y los otros vendiéndola. Camisetas de Messi por todas partes. Batucada y recogimiento. Rosarios al cuello. Las lágrimas del arzobispo Jorge Ignacio García Cuerva por el amigo y el símbolo que se va, por la orfandad. Sonó el himno de Argentina y resultó imposible no conmoverse, como pasó también cuando se escuchó la voz del fallecido, en una especie de aparición, dando las gracias a los presentes en la plaza y pidiendo que rezáramos por él. “Cuídense entre ustedes”, dijo Francisco. En una mano los móviles grabándolo todo, la otra sirviendo de pañuelo improvisado para retirar las lágrimas. A lo lejos, sonaban los tambores. Tuvo que pedir el arzobispo bonaerense que los que los tocaban tuvieran la amabilidad de parar, que lo que tocaba era escuchar al santo padre. Y pararon, claro. Se pidió un minuto de silencio y que el respetable cerrara los ojos y también la orden se cumplió. Y a partir de ahí, la fiesta y la tamborrada. Las camisetas con emblemas como made in Dios y Dios primero y el resto viene solo. Pancartas con frases que explican muchas cosas: “Recibe la vida como viene”, “Por los pibes y pibas más rotos por el consumo. Libertad y dignidad”, “Custodios por la justicia social”, “Techo, tierra y trabajo”, “Abrazando a los pibes y pibas que se caen”, “Comedor comunitario abuelos”. A alguno le habría explotado la cabeza en este mismo instante, pero no ha sido así para ninguno de los presentes. Mientas todo esto sucedía, las pantallas proyectaban imágenes de García Cuerva saludando a las autoridades presentes —calcularon unas 700—, vestidas formalmente para la ocasión, tan distinta de los de afuera. Y empezaron otros olores y otras procesiones. Las de los vendedores ambulantes de comida, con el aceite hirviendo, raudos y veloces, listos para lo que toca siempre que se celebra. “Acá cualquier cosa se acaba con choripán”, dijo una de las asistentes, Marcela, con una enorme sonrisa. Por la avenida de Mayo empezaron a colocarse vendedores más o menos improvisados. Pins y pulseras de Francisco, calcetines de Diego Armando y Hello Kitty, abanicos con la bandera arcoriris, lemas feministas y del colectivo trans, bisutería artesana. Un poco más lejos, ya con el Congreso de la Nación de Fondo, una niña de apenas doce años, con la cara y la ropa sucias, le pedía a la clienta de una frutería que le comprara una mandarina. A las puertas de un hotel con pinta de llevar mucho tiempo cerrado, una pareja de hombres sin hogar gritaba que esta vez, sí que sí, ganará Boca en el partido de este domingo frente a River. Otro tipo de grieta, que dirían acá.

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