
Se puede decir que la fundación de la idea democrática aparece, paradójicamente, en las páginas de uno de sus primeros críticos, Platón. En su Protágoras, Hermes, por orden de Zeus, habría repartido a todo el mundo los dones que nos permitirían alcanzar la condición de seres políticos si se cultivan: respeto a la alteridad, el sentido de la justicia y la capacidad de trenzar lazos de amistad en la polis. En este sentido, aunque en las universidades públicas ofrecemos un conocimiento experto, sabemos que esto solo no basta para obtener cierta sabiduría de índole democrática.Al primer don, el respeto, lo hemos conceptualizado como derechos humanos. El origen nacional, el género, la orientación sexual, la religión o la racialización de las personas no pueden ser motivo de discriminación o acoso. Se trata de una condición básica que es preciso garantizar en democracia. Cultivar el segundo, el sentido de la justicia, está muy vinculado al cuidado de la empatía, de esas facultades de la imaginación y la sensibilidad que nos llevan a intentar ponernos en los zapatos de otra persona. En la universidad, cuando es rica en vida cultural y asociativa, se transciende el recinto del aula a la hora de pensar la injusticia, lo que permite mantener una conciencia ética fundamental en nuestras sociedades. Y en tercer lugar, la amistad consiste en ese lanzamiento gozoso y voluntario a los vínculos de escucha y atención recíproca. Todo ello embarcado en la construcción de una vida en común donde la diferencia no es obstáculo, sino catalizadora de confianzas. Es lo que sucede en los recintos educativos públicos donde jóvenes de diversas clases, orígenes e ideas comparten una profunda experiencia formativa. Nuestro estudiantado migrante, trans o musulmán, por poner tres colectivos en la diana, deben poder asistir a nuestras aulas sin miedoPero no todo el mundo ha sido capaz de cultivar los dones que nos legó Hermes, aunque habiten en su fondo. Los sembradores de odio hacen lo contrario que él. Esparcen veneno para arruinar cualquier florecimiento cívico. La mentira y la calumnia, la manipulación y el insulto, la creación de chivos expiatorios, todo vale en unos seres asediados por complejos, inseguridades y seguramente dolores internos mal llevados. ¿Hemos de abrir las universidades públicas a estos individuos proporcionándoles altavoces de prestigio académico? Creo firmemente que no. Las universidades han de cuidarse como espacios públicos seguros, donde se cuide la vida, capaces de mantenerse libres de miedo y de odio. La libertad de expresión ha de reinar en ellas, lo que significa al mismo tiempo que se respetan los derechos humanos de todos. Nuestro estudiantado migrante, trans o musulmán, por poner tres colectivos en la diana de la extrema derecha, deben poder asistir a nuestras aulas sin miedo, sin actos académicos donde se les denigre, insulte, minusvalore o calumnie, donde se llame directamente a su persecución. Eso sucede en regímenes como el III Reich, no en una democracia. Las autoridades universitarias están actuando con altura cívica al negarse a convertirse en cómplices de una estrategia planificada de desinformación durante la gira de Vito Quiles. Entre otras denuncias, sobre esta persona pesa una investigación abierta por instigar a la violencia racista en Torre Pacheco, junto a diversos miembros de Vox y otros grupos neofascistas. Hasta el momento, Quiles se ha limitado básicamente a calificar como “piojosos” o “gentuza” a quienes se oponen a que se le ofrezca un espacio académico. Y si el comienzo de su gira en Barcelona ya empezó con altercados, el pasado jueves en Navarra la movilización en su contra subió de intensidad. Mientras tanto, Quiles proseguía esparciendo bulos que la policía se veía obligada a desmentir. Por supuesto, si quienes lideran o siguen a estos nuevos flautistas del odio quisieran entrar en nuestras aulas a escuchar y a participar con respeto en nuestros debates en torno a la política, la literatura, la crisis ecosocial, el cine o la música, tienen las puertas más que abiertas. No en vano, aquella paideia que tratamos de proseguir hoy, sanaba el alma al tiempo que posibilitaba la democracia. Lo que no pueden tener es un micrófono académico para blanquear y dotar de prestigio a la mentira organizada, el racismo, la islamofobia o el machismo. Ante las graves crisis y malestares que nos acechan, este cultivo propio y colectivo que facilitamos desde las universidades públicas es más necesario que nunca. Son lugares de encuentro donde, ante los conflictos, se aprende a establecer los términos del desacuerdo. Siempre desde el máximo respeto a la diferencia, a los derechos humanos. Los vínculos genuinos de amistad política que allí se forjan buscan abrir paso, finalmente, a un saber democrático que hoy resulta crucial en unas universidades públicas cada vez más asediadas. Víctor Alonso Rocafort es vicedecano de la facultad de Ciencias Políticas de la Universidad Complutense de Madrid.
Sembradores de odio en las universidades | Educación
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